Quien mata a su propio pueblo es un traidor

La mayoría de las revoluciones sociales que se han producido a lo largo de la historia nos han dejado imágenes de héroes anónimos convertidos en iconos. Todo el mundo recuerda, gracias a la mítica fotografía de Malcolm Browne, al monje que durante la guerra de Vietnam se quemó a lo bonzo en una plaza de Saigón. También, en la retina de todos, la imagen tomada por el canal France 2 de Muhammad Al-Durrah, un niño palestino asesinado junto a su padre por el ejército israelí y que acabó siendo símbolo de la Segunda Intifada. Otros, con identidad desconocida, llegaron a ser emblemas mundiales. Fue el caso del 'Rebelde Desconocido' de la revuelta de la Plaza de Tiananmen de 1989, donde la revista estadounidense Time incluyó a este hombre anónimo en su lista de las cien personas más influyentes del siglo XX.
En 2011 una oleada de levantamientos populares sacudió varios países del Magreb y del Máshreq motivados por las desigualdades sociales y económicas, la corrupción y la falta de libertad. Un caldo de cultivo que la represión e incluso los asesinatos de civiles alimentó un sentimiento de repulsa y rechazo, hasta entonces circunscrito a ciertos sectores, que prendió la mecha de las manifestaciones por el cambio.
La brutal muerte del bloguero alejandrino Jaled Said, sacado por la fuerza de un cibercafé donde pretendía denunciar la corrupción policial y golpeado hasta morir por la policía secreta, fue la gota que colmó el vaso del aguante de los egipcios. La foto del joven con el rostro desfigurado y la mandíbula rota desencadenó diversas manifestaciones, primero en Alejandría y más tarde en El Cairo, que se sucedieron durante días, incluso se llegó a crear una campaña en Facebook con casi medio millón de seguidores llamada Todos somos Jaled Said.

Otro acto policial pero esta vez en Túnez propició que Mohamed Bouazizi se quemara a la bonzo como protesta por el trato recibido por agentes que le abofetearon en público y le confiscaron su puesto ambulante. Detrás de este hecho se escondía la desesperación de un joven licenciado en paro y cuyo carrito era su única fuente de ingresos. Su acción se vio respaldada por cientos de personas que se vieron reflejadas en este vendedor y que de manera espontánea salieron a la calle para pedir el cese del presidente Ben Ali.

Las pintadas de consignas revolucionarias por parte de varios menores (de entre 10 y 15 años) en la ciudad de Daraa (Siria) y su posterior detención y tortura iban a precipitar el estallido de las revueltas en el país. El hecho provocó manifestaciones populares exigiendo la liberación de los 'niños grafiteros', a lo que las fuerzas de seguridad respondieron abriendo fuego contra los asistentes y provocando las primeras víctimas mortales de las revueltas en Siria. "Quien mata a su propio pueblo es un traidor", coreaban hombres y mujeres para quien las muertes de sus compatriotas era la puntilla final a una rabia acumulada por la situación que se estaba viviendo. 
El régimen sirio se encargaría días después de tener su propio rostro de las revueltas. Hamza al-Jatib, de trece años, fue detenido en una manifestación y su cadáver entregado casi un mes después con claros signos de violencia. Tenía desgarros, quemaduras, marcas de descargas eléctricas, heridas de balas, el cuello roto y le habían cortado el pene. Hamza se convirtió así en el símbolo de la violencia ejercida por le gobierno de Bashar al-Asad.
No fueron, ni mucho menos, las primeras víctimas ni tampoco las últimas pero todos ellos, de alguna manera, se convirtieron improvisadamente en símbolo de las revueltas en el mundo árabe para representar la frustración popular por la opresión y la falta de libertad y justicia. Unas imágenes convertidas en emblemas del poder individual para enfrentarse a los gobiernos y forzar un cambio en la dirección política de los países. 

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